Cuando ingleses y franceses llegaron traían consigo la fuerza industrial, el capital y un mito de varios siglos: El Dorado, aquel lugar perdido de América donde, soñaban, todo sería oro. Comenzaba la segunda mitad del siglo XIX, y esas tierras linderas del río Yuruaní, en el sur de Venezuela, parecían ser el lugar violentamente anhelado. El acuerdo con el Gobierno venezolano ya había sido hecho, la concesión de la explotación cedida. Aquellos europeos sólo necesitaban de un elemento central más para el proyecto: la mano de obra, en un tiempo en que el país vivía las revueltas campesinas encabezadas por Ezequiel Zamora y se acercaba a la guerra federal. El problema fue resuelto con la llegada de hombres y mujeres de las colonias francesas e inglesas de las Antillas Menores.
Prensa MPPC (Texto: Marco Teruggi / Fotos: Orlando Herrera)
Así, cruzando el mar, Los Llanos y el Orinoco, llegaron familias de Trinidad y Tobago, Martinica, Barbados, Saint Vincent, Dominica y Granada. Cada cual arribó con el idioma, la comida y los ritmos traídos de esas islas, y muchas veces de más lejos, de África, continente donde la mayoría había sido arrancada para ser esclavizada.
Pero en 1853, año en el cual se fundó el pueblo El Callao, la esclavitud ya había sido formalmente abolida por Francia e Inglaterra en sus colonias. Quienes se instalaron lo hicieron como trabajadores, a quienes les era reservado el oficio de mineros: explotados sin derechos para conseguir un salario.
Con esa fiebre del oro se fue haciendo el pueblo, y en sus calles se comenzó a hablar en inglés, francés, patois y español. Y entre idiomas y culturas se conformó una sociedad de grandes dueños de minas, venidos de Europa, que jugaban críquet, fútbol y andaban a caballo; y otra, de trabajadores hundidos en la riqueza ajena, sirviendo en las mansiones, cocinando, que de a poco fueron dando nacimiento a una nueva música, una identidad calipso, única.
Al principio fue el tambor
En un principio, los empresarios mineros prohibieron el tambor. Tal vez por intentar impedir que se expresara un rasgo de identidad hondo de un pueblo desarraigado a la fuerza, o porque pensaban que la música era una sola, y para uso exclusivo en sus fiestas de salones.
Ante esa restricción, emergió el ingenio popular: “Por aquel tiempo estaba la moda en París y traían las telas, que se ponían las grandes señoras y los dueños de las empresas, en envases de madera, una madera redondeada, que al llegar aquí desechaban; y venían nuestros ancestros, le instalaban un cuero de ganado, chivo, venado y ahí armaban los tambores, la percusión fuerte”.
Así explica Ismael Lezama, miembro de la Fundación Banane Pilée –plátano pilado–, la cual dicta talleres de construcción de instrumentos en el pueblo. “El rayo era hecho con los envases que desechaban de los aceites comestibles, industriales: les abrían los huecos con un clavo, les instalaban una madera y sonaba”.
Los tambores se multiplicaron y comenzaron a sonar en el pueblo. Por eso, cuando Israel Brown, hijo de la madama Lilia Brown y del director de la comparsa Carlos Small y Cecilio Lazar, se refiere a la esencia del calipso y de El Callao, es decir su propio origen, habla de esa percusión:
“El tambor es la esencia de la comunicación, con él, que era de tipo africano y tenía sus toques, se iban comunicando. Las manifestaciones eran para derribar el patrono, con el tambor se decía: ‘mira, vamos a explotar el capataz’, y el capataz blanco no sabía de qué estaban hablando, pero a través del tambor había una comunicación. Entonces, estaban en la mina trabajando rudo, ponían dinamita, con el tambor se comunicaban, salían y bum, se acabó todo”.
“The work is so hard and the pay is so low, blow, blow, blow the mandon / el trabajo es tan difícil y el pago tan bajo, explotemos, explotemos al capataz”, dice la canción venida de aquellos tiempos, de esas realidades de mina, resistencia y tambor. Israel Brown señala que allí radica una de las raíces de su música, de una cultura: “La mayoría de los calipsos son protesta, el canto es protesta”.
Las madamas y una historia: “La Negra Isidora”
Cuando son las diez de la mañana del primer domingo de Carnaval del año 2015, se celebra la misa de las madamas. Todas están sentadas en los bancos de la iglesia, llevan pañuelos de colores sobre la cabeza –colac, es la palabra en patois–, aros grandes y dorados, como los collares que cuelgan sobre vestidos de flores y más colores. Muchas llevan a su lado una canasta con comida dulce. “Cuida y protege a las madamas, señor”, dice una voz de mujer desde el altar.
Entre las presentes se encuentra Omaira González: “Yo represento una mujer en todo ámbito de excelencia, como madre, ama de casa, profesional, y eso significa para mí ser madama, y dar el ejemplo a todos”. Tiene 56 años y desde siempre ha sido madama en los Carnavales.
Los trajes que usan vienen de los primeros días de El Callao, de las amas de llave venidas de las Antillas, quienes así vestían los domingos para ir al mercado. Humildes, sencillas, respetadas y tropicales, sin el oro de las dueñas de las casas. Una costumbre que se extendió entre las mujeres obreras, profesionales, esposas de mineros, madres e hijas, que ahora para cada Carnaval visten y lucen esa identidad con orgullo.
Por eso, Omaira ha sido madama desde que tiene uso de memoria: “Desde que yo nací soy madama”. Es decir en los años sesenta, cuando en el pueblo ya el Carnaval había recobrado fuerza y arraigo comunitario, y a él estaba ligado una mujer: Lucía Isidora, conocida como “La Negra Isidora”.
Porque poco antes de su aparición pública, en 1943, El Callao y sus tradiciones estaban en decaída: muchos habían emigrado y continuaban haciéndolo hacia otro oro, el negro. Entonces, Isidora, telefonista en la mina y sindicalista, junto a Carlos Small y otros músicos de calipso, decidieron unirse para darle un nuevo impulso a sus tradiciones.
Así, “La Negra” organizó su comparsa de madamas; introdujeron el cuatro, las maracas y la campanilla, fundaron la Asociación de Amigos del Calipso, y el Carnaval volvió a ser fuerte, de todos.
Omaira se crió, entonces, desde niña en las comparsas, entre tambores, vestidos, diablos, músicos, como Israel, quien hoy continúa la tradición colectiva junto a sus hijos: “Los cultores no dejaron morir la cultura, nos enseñaron a nosotros, y seguimos con el legado, no podemos perder nuestra cultura”.
Días y noches de alegría
En la cabecera de la comparsa van diez diablos. Visten de rojo y negro, son niños y adultos, usan látigos que golpean contra el piso, a medida que se van abriendo paso en la calle y la gente. Entre ellos, algunos usan una máscara grande y más ancha que el cuerpo, que representa un rostro con cuernos como del mal, aunque en El Callao los diablos no son la expresión de la lucha del bien y el mal cristiano, son el orden necesario de una festividad abierta a todos.
“El Carnaval de El Callao es participativo, interraccional, ni observador ni excluyente, todos gozan, todos disfrutan, pero el diablo pone el orden para que los disfraces y las madamas puedan bailar”, explica Ismael, que como muchos hombres en esas fechas usa una camisa con trazos de África y colores de tierra y sol.
Seguido de tridentes y látigos vienen las madamas, y luego las bailarinas que usan plumas grandes y verdes, amarillas, azules, naranjas, con tonos intensos y combinados de trópico como sus vestidos.
A las espaldas de todos, viene la música: una estructura vertical hecha de 26 parlantes –la amplificación eléctrica fue agregada a las comparsas en los años setenta–, que avanza encabezada por una guitarra y un cuatro eléctrico, tiene en los laterales a los cantantes, y las percusiones por detrás, que son 20 o más.
Luego, sigue la gente bailando, repitiendo estribillos en español, inglés y patois: “Ajá, ajá, bandido, estabas callado, estabas escondido, sacando tu oro muy cerca del río”, “All the day tonight all the night tonight”, “Entre personajes que vinieron de las Antillas y personajes criollos conformamos una raza, vengan todos a bailar”.
Son 40 comparsas recorriendo las calles de El Callao, miles de personas venidas del país, que superponen días y noches de calipso, de máscaras, agua, pelucas, espuma, coronas, y que a las dos de cada madrugada ven emerger al otro personaje clave del Carnaval: el medio o pinto, conocido como “mediopinto”.
“Para aquel tiempo, los grandes señores, los dueños hacían sus fiestas y no invitaban a los trabajadores; entonces, nuestros ancestros se pintaban con esta mezcla de melao de papelón y un polvillo de carbón, se metían a la medianoche, de madrugada, y les aguaban la fiesta, era un protesta”.
Ismael recuerda los orígenes, las raíces de este personaje que se hizo parte del Carnaval, junto a su frase: medio –bolívar– o lo pinto, que deja los rostros ennegrecidos de quienes andan por las noches de El Callao y no buscan oro sino alegría.
Ser patrimonio: sembrar el oro
“El Carnaval de El Callao es sui generis, único, es nuestro, lo concebimos en esa mezcolanza racial, antillana, inglesa, francesa, y callaoense”, dice Ismael. Y como lo sucedido con los Diablos Danzantes, las Parrandas de Guatire y Guarenas y el idioma del pueblo Mapoyo, esa festividad de El Callao busca ser declarada por la Unesco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
La fecha esperada será para finales del 2016, al tiempo que el expediente sea analizado y la resolución tomada. Para muchos en El Callao, ese paso serviría para darse a conocer en el mundo, lograr el reconocimiento de una identidad local única, nacida de un proceso histórico de confluencia y mezcla de pueblos, que dio lugar a lo que Omaira denomina una “cultura de base, de raíz”.
Sin embargo, para otros, como Ismael, la declaración permitirá proyectarse en nuevas direcciones: “¿Cuando se acabe el oro de qué vamos a vivir nosotros?. Vamos a sembrar el oro a través de nuestro talento humano, la creatividad que tenemos, y esto nos va a servir a nosotros para fortalecer, desarrollar, a través del tiempo, sosteniblemente, el turismo patrimonial”.
En la actualidad, el Carnaval está vivo, arraigado en una comunidad que sabe su valor, y la necesidad de estar organizados y unidos, para mantenerlo y hacerlo cada año más fuerte. Así lo han venido haciendo desde siempre: recaudando dinero para comprar y arreglar los instrumentos, dictando talleres para construirlos, etc. De abajo hacia arriba, así ha sido el camino de esa celebración y su calipso.
Y, como señalaba Ismael, el Carnaval deberá mantenerse abierto, participativo, ser ese recorrido por las calles de El Callao donde todos pueden bailar, cantar bajo el día y la noche. Así seguirá esa identidad honda, ligada a las minas, las Antillas, la dignidad popular y su alegría, nacida de la resistencia y el tambor de miles, que reunidos bajo el cielo de Venezuela, dieron vida a una cultura única: el calipso.
Bueno a mí me encanta esta cultura además de que me encanta el baile porque es uno de los bailes más tradicionales y esta información me vino muy bien además porque yo quería investigar más del baile del calista y cuando me metí en esta página vi que era una súper página había mucho contenido mucho y mucho aprendizaje bueno le vengo a decir a todos lo que no le gustan el baile del calipso el baile del calipso es uno de los mejores bailes se lo digo por experiencia
Qué bueno, gracias por tus comentarios
Qué bueno que trabaje
que representa la vestimenta?
[…] los primeros trabajadores antillanos que llegaron a El Callao, hicieron del calipso una suerte de protesta social contra las grandes compañías transnacionales que tuvieron el control de los yacimientos […]