Este jueves, el ministro del poder popular para la Cultura, Freddy Ñáñez, escribió en su blog en relación el 13º Festival Mundial de poesía, refiriéndose a un argumento planteado por una periodista: “pero las palabras no se comen”, ante estas palabras la respuesta fue: “tampoco el amor, tampoco el conocimiento ni la esperanza”. Le invitamos a leer el artículo completo.
1A propósito de la pertinencia, o no, del Festival Mundial de Poesía, una periodista oponía el siguiente argumento: “pero las palabras no se comen”. Felizmente –le repliqué– tampoco el amor, tampoco el conocimiento ni la esperanza. Sin embargo, insistimos en hacer el mundo con nombres, afectos y proyectos, es decir, a partir de nuestras posibilidades de realización humana y no desde nuestras necesidades biológicas. Es obvio que más que un argumento era una descalificación propia de la sofística moderna que buscaba un efecto físico en la opinión pública y no uno intelectual. Para qué decir que más que suscitar ideas en el otro, este tipo de interpelaciones procura despertar en el ámbito público el animal que somos. El pánico tampoco alimenta pero devora, como la noche al día, todas nuestras bondades.
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Nombré sin pensar tres elementos que, revisitados y ya lejos del sofisma periodístico, me parecen fundamentales para entender nuestra existencia. Llevándolo al extremo: amor, conocimiento y esperanza no sólo son inútiles a las funciones primarias de nuestro organismo sino que constituyen un quiebre con éste y al mismo tiempo anuncian la fundación de un nuevo peldaño del ser: la conciencia de sí. Digamos mejor la revelación de su extraña materia. Con frecuencia amar, pensar y esperar son formas del ayuno voluntario. Los enamorados renuncian al mundo para autoabastecerse, se alimentan de deseo. Cada momento que dedicamos a las ideas es una huelga de hambre, y quien se proyecta hacia el futuro se hurta del signo efímero, ahistórico, mudo, intrascendente de su bacteria bisabuela. Cada uno de estos procedimientos (afectivos, razonables, creadores) desintoxica nuestro animal y lo hace libre de su estómago, de su miedo y de su carencia. Esta liberación es también un arrojamiento hacia su inacabada razón de ser. Por ello el apetito que en verdad nos define y nos asedia es el del sentido. Ese es el alimento que nos ata al ser, extraño y contradicho: inagotable y al mismo tiempo insuficiente, se da en palabras, en escaramuzas eróticas, en certezas espirituales, en dudas matemáticas, en artes poéticas, en invenciones políticas, en ciegas bellezas. Nos deja, al contrario que el trigo, más hambrientos entre más llenos. Vivimos para eso: cultivar ideas, afectos y esperas que dilaten al hombre incluso en su muerte. Así es esta carrera contra el sin sentido en la que estamos irremediablemente juntos, virtuosos y abyectos.
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Las ideas tampoco se comen. Y no son depredadoras, aunque lleguen al mundo como quien va de cacería, aunque se sirvan de las palabras como si estuviesen dispuestas en un plato. Es verdad que cuando escribimos nuestro animal huye despavorido como si advirtiera la presencia de un tigre o peor aún, el estómago del primer hombre. Pero no, las palabras no se comen, ni el amor es un plato de lentejas, ni la esperanza postre. Si de masticar se tratase todo, ya nos hubiéramos devorado los unos a los otros hasta engullir nuestro propio nombre. Pero las palabras felizmente no se comen ni tampoco ellas nos comen a nosotros. No temamos a la poesía entonces, que nada tiene que ver ella con la faena del mercado ni el amplio menú de sus venenos.