Juan Antonio Calzadilla Arreaza, escritor y filósofo venezolano, realizó este jueves la conferencia magistral durante la instalación del Congreso Internacional “Inventar la Democracia del Siglo XXI”. Desde la óptica del pensamiento de Simón Rodríguez, Calzadilla brindó un extraordinario homenaje al escritor uruguayo Eduardo Galeano, fallecido el pasado 13 de abril y a quien este Congreso rinde homenaje. Suministramos el texto de su discurso y los primeros 30 minutos del audio de sus palabras.
Audio completo del discurso del profesor Calzadilla, cortesía de la Oficina de Tecnologías de Información del MinCultura, y de Karen Arencibia, del departamento de prensa de Alba Ciudad.
La vena viva de la historia
Conferencia magistral para el Congreso Internacional Inventar la democracia del siglo XXI. Derechos humanos, cultura y vivir bien.
Juan Antonio Calzadilla Arreaza
(Mayo 2015)
Se me ha hecho el honor de designarme para abrir el fuego de las ideas en este encuentro de reflexión por la cultura en su más amplio espectro.
El honor es tan grande como el compromiso de hacer un aporte útil a las deliberaciones que tendrán lugar en los próximos días, entre pensadores y actores de la cultura –eso tan vasto y tan vago que tenemos la costumbre y tradición de llamar “cultura”–, tanto venezolanos como invitados del mundo, pero también entre especialistas y practicantes de las luchas sociales, y por último, entre individualidades y movimientos populares.
Encontrar un camino diagonal entre todas estas variables y conjunciones no es fácil y mi intención es hablar para todos y todas, “sin excepción”, como agregaba siempre Simón Rodríguez.
He redactado un texto para no perderme en los laberintos que ofrecen las realidades complejas al pensamiento, y me he dado por norma evitar todo lucimiento de estilo o de agudeza, pensando que el tiempo es precioso y la tarea es larga. Y es mucho más: es urgente y apremiante.
Preguntándome qué podría yo traer con este discurso a esta precisa ocasión, que no fuera lo que de mejores formas ya han dicho, dicen y tienen que decir nuestros intelectuales, artistas y activistas, y para no convertirlo en un momento de ceremonial retórica, me he limitado (o delimitado) al campo en que he venido pensando desde hace tiempo, queriendo insertarme en este proceso político en que creo y que me parece necesario: la Revolución Bolivariana que viene teniendo curso en Venezuela en las últimas dos décadas.
Se trata de formular un plano de pensamiento, llámese fondo epistemológico, marco filosófico, sistematización de ideas, etc., donde se definan y se articulen los conceptos que en la fragua revolucionaria, y en la guerra cultural, psicológica y económica, nos han servido, y que deben perfeccionarse como instrumentos de un combate tangible e intangible que no ha cesado, y que cada vez recrudece.
Mi aporte parcial a ese campo, que no es sino el campo de batalla de las ideas, o de las mentes, o de las costumbres y caracteres, o de los instintos sociales y las subjetividades, o, definámosla así, de la “cultura”, ha querido ser el de deslindar y activar una herencia filosófica venezolana, latinoamericana, cosmopolita, como es el pensamiento de Simón Rodríguez, que no por gratuidad o capricho forma parte del andamiaje doctrinario de la revolución venezolana, sino que, por configurar el “subconsciente histórico nacional”, como lo llamó el Comandante Chávez, constituye una orientación inmanente necesaria a todas sus políticas.
Una filosofía de Simón Rodríguez sería tal vez un invento del siglo XXI, bajo el fuego de la Revolución Bolivariana, como lo ha sido el socialismo del siglo XXI, y, como nos lo plantea el presente Congreso, la democracia del siglo XXI, que para nosotros no son distintos.
Simón Rodríguez es una vena viva de la historia en nuestro presente, concretamente en el campo del pensamiento, de la educación popular, de la socialización, de la revolución económica, de la revolución de las costumbres y caracteres –revolución ética–, de la revolución del espíritu y en el espíritu: llamemos a todo esto “revolución de la cultura” o “revolución del espíritu”. Es el tránsito que nos convoca a operar, perfilar y formular el presente encuentro.
Lo que homenajeamos en Eduardo Galeano, fallecido este año, bajo cuyo signo toma lugar este congreso, es su talento para conjugar la historia con la comunicación, gracias a ese don expresivo de la palabra que llamamos poesía, más allá de su recinto genérico. Una palabra capaz de revivir el espíritu que es el sentido. El arte mayor de Galeano fue dar sentido y valor a la historia de Latinoamérica encarnándola en una secuencia de fábulas puras, acontecimientos perpetuos que repiten su acontecer, como el mito, cada vez que se cuentan o se cantan. Cápsulas de tiempo y espacio, cronotopos de microépica que capturan y conservan las esencias más ínfimas narrables de toda una historia de tres siglos. Memoria del fuego, llamó él a esta enciclopedia poética del espíritu del continente indiano, que recorre indefinidamente la historia de singularidad en singularidad, rememorando cada instante como eternidad en acto. Galeano mismo dirá de sí: “El autor cuenta lo que ha ocurrido, la historia de América y sobre todo la historia de América Latina; y quisiera hacerlo de tal manera que el lector sienta que lo ocurrido vuelve a ocurrir cuando el autor lo cuenta”.
Memoria del fuego es una antología de instantes esenciales de nuestra historia, pero es también una materializada filosofía del tiempo. Una filosofía con “genio popular”, como llamaba Simón Rodríguez a esa virtud, ese arte, de hablar de alma a alma a los que, se supone, no tienen alma ni habla. Otra vez, se trataría de poder hablar a todos y a todas, sin excepción. No es azar que Simón Rodríguez aparezca numerosas veces entre los minitextos de Memoria del fuego, siendo uno de sus personajes capitales. Lo que fascinó de Rodríguez a Galeano aún sigue fascinándonos a nosotros. Entre citando, parafraseando y deduciendo, Galeano nos presenta el retrato filosófico de Simón Rodríguez:
Las ideas de Simón Rodríguez
“Para enseñar a pensar”Hacen pasar al autor por loco. Déjesele transmitir sus locuras a los padres que están por nacer.
Se ha de educar a todo el mundo sin distinción de razas ni colores. No nos alucinemos: sin educación popular, no habrá verdadera sociedad.
Instruir no es educar. Enseñen, y tendrán quien sepa; eduquen, y tendrán quien haga.
Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos. No se mande, en ningún caso, hacer a un niño nada que no tenga su “porqué” al pie. Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos.
En las escuelas deben estudiar juntos los niños y las niñas. Primero, porque así desde niños los hombres aprendan a respetar a las mujeres; y segundo, porque las mujeres aprenden a no tener miedo a los hombres.
Los varones deben aprender los tres oficios principales: albañilería, carpintería y herrería, porque con tierras, maderas y metales se hacen las cosas más necesarias. Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad, ni hagan del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia.
Al que no sabe, cualquiera lo engaña. Al que no tiene, cualquiera lo compra.
Colocar este encuentro de reflexiones sobre la acción cultural bajo el signo de Galeano representa tomar suelo en la vena viva de la historia como afluente primordial del espíritu revolucionario y de la cultura anticapitalista del siglo XXI. Nosotros debemos ese retorno de la historia, cuando el neoliberalismo declaraba y exigía su defunción, a la acción cultural y comunicacional de Hugo Chávez. Hoy vemos a la historia, desde Latinoamérica hasta Rusia y China, celebrando sus hazañas como trinchera moral y espiritual contra los poderes imperiales; la historia como doble espiritual del presente material que lo dota de sentido y valor, de idea y de sentimiento. Es la infamia la que desea, por vergüenza o por astucia, imperiosamente el olvido. La justicia reclama la memoria.
El presente año, la Venezuela cultural socialista celebra, por cierto, el centenario del nacimiento de César Rengifo, dramaturgo y artista plástico, que concibió la representación de la historia como un proyecto de liberación nacional cultural y estética, también como un baluarte de resistencia moral y espiritual: la memoria en función de la identidad, la consciencia acendrada por la sensibilidad. Valdría la pena tomar de Rengifo esta cuádruple composición de una cultura o espíritu nacional (y, consecuentemente, continental): memoria, identidad, consciencia y sensibilidad. Le correspondería a las artes abonar la sensibilidad sin la cual la consciencia no toma arraigo. Lo mismo había pensado Simón Rodríguez con su lema infaltable: “hacer sentir para hacer pensar”. Y el sentido de una revolución cultural sería una liberación de la sensibilidad (el afecto) como condición de una liberación de la consciencia (el concepto). Se trataría de arrancar la sensibilidad humana al yugo dormitivo de la seducción sensual fácil y el hedonismo superficial con que la industria cultural capitalista aún nos atenaza. Por el gusto, por el sentir, nos han dominado más que por la fuerza, parafraseando a Bolívar.
Para inventar la democracia del siglo XXI, yo aportaría una síntesis de ese proyecto histórico rodrigueciano, o robinsoniano, como decimos nosotros evocando su legendario pseudónimo, que consistió en inventar la república del siglo XIX, tan vasto e intrínseco como el proyecto mirandino y bolivariano de inventar la unión continental indoamericana para los siglos futuros.
La concepción y la acción educativa robinsoniana ya era una acción cultural de la mayor amplitud y minucia, que comprendía la transformación en lo técnico, lo económico y lo moral como condición de la nueva vida política: la de una sociedad organizada para la libertad y la participación universal, es decir, una verdadera República. El gran objetivo de la pedagogía política robinsoniana (“formar ciudadanos para la república”) se esbozaba como el propósito grandioso y difícil de “crear un pueblo”. Para ello era necesaria una revolución cultural que Rodríguez pensó como una revolución de las “costumbres” y los “caracteres”.
La revolución política de la independencia debía multiplicarse y consolidarse en un nuevo proceso de subjetivación colectiva bajo diferentes relaciones de poder, relaciones de iguales racionales compartiendo un “sentido común” y “un común sentir” en cuanto a “lo que conviene a todos”.
Por una parte, crear unas “nuevas costumbres” (no basadas en la obediencia ciega a la autoridad o a la inercia repetitiva) significaba crear una nueva instintualidad social (pues los hábitos se hacen instintos) donde la fuerza de la autoridad o del poder proviniera de una compartida razón común. La fuerza moral sobre la que reposa la autoridad republicana es la fuerza de una común razón vigente. Esa razón común son los llamados “principios sociales” robinsonianos, aquellos que se debían implantar desde la más temprana edad.
Por la otra parte, crear “nuevos caracteres” significaba crear una nueva subjetividad o proceso de subjetivación bajo nuevas relaciones de poder racionales y horizontales. La revolución cultural robinsoniana sería una revolución ética, una transformación de la instintualidad social y una transformación de la subjetividad individual-colectiva.
Hoy podríamos entender que hacer cultura (“colonizar el país con sus propios habitantes”, descolonizándolos moral y mentalmente: “instruyan y tendrán quien sepa, eduquen y tendrán quien haga”) es “crear pueblo”. La cultura sería creación de “vida espiritual”, creación de “espíritu en un mundo sin espíritu”, como dijo Marx en el mismo texto en que habló del “opio del pueblo”. El capitalismo neoliberal tecnocrático maltusiano es un mundo sin espíritu, y su labor es precisamente anular todo espíritu.
“Educar es crear voluntades”. Hacer cultura es crear subjetividad. “Nuevos sujetos” parece ser un propósito robinsoniano de especial vigencia en nuestro prematuro siglo XXI. Una subjetividad capaz de sostener, y también de soportar, la libertad, pues la libertad conlleva un esfuerzo del deseo, es decir, una fuerza de voluntad.
Si “educar es crear voluntades”, la voluntad es el querer que se funda en el reconocimiento de la necesidad y la conveniencia mediante la razón, bajo la luz del principio de que el bien de la parte depende del bien del todo; y no hay lo que no sea parte de un todo, asociación o colectivo.
Robinson nos lleva a concluir que el ser social es universal como forma de organización de la masa y el movimiento en un espacio por construir (espacio físico o moral). Y el infinito físico se duplica, como dimensión específicamente humana, en un “infinito moral” donde caben todos los tipos humanos (estúpidos, limitados, sensatos, pensadores, ilustrados, filósofos), con los componentes robinsonianos del sujeto: “genio” (lo innato), “temple” ( la conversión del amor propio en sociabilidad: sociable o egoísta) y “carácter” (la coherencia y solidez de la fuerza moral atada a unos principios formados por la experiencia cognitiva-afectiva del aprendizaje inicial); todos los efectos incalculables de infinitos individuos arrastrados o amaestrando (“moderando”) su “amor propio” en la interacción de fuerzas con su entorno. Ignorantes o sensatos, arrogantes o modestos, egoístas o sociables, esclavos y esclavas u hombres y mujeres libres. Es decir, dueños y dueñas de su voluntad, su movimiento y su autocreación individual-colectiva, pues para Rodríguez todo individuo es expresión de una colectividad inmanente, como su condición de posibilidad, principio y razón. El bien colectivo es la primera necesidad del bien individual. Es lo que comprende primordialmente la razón, y por eso la razón está intrínsecamente ligada a un ser social, una comunidad de principios, intereses y necesidades, que fundamenta su ser comunal. “Sentido común” y “Común sentir”. “Luces y virtudes sociales”.
Podríamos adelantar, para una filosofía robinsoniana de la cultura como praxis social –un robinsonismo del siglo XXI–, cuatro grandes lineamientos que pormenorizan su espíritu, mucho más allá del estandarte infaltable de “o inventamos o erramos”, que apela a la originalidad como condición de la creación, sea política, social, económica, técnica, estética o moral, es decir, en suma, humana.
Lineamiento estético-cognitivo
[Expresionismo robinsoniano]
“Lo que no se hace sentir no se entiende; y lo que no se entiende no interesa.” Es el axioma fundamental en la didáctica y la pedagogía misma de Rodríguez, la introyección de la sensibilidad en el entendimiento, y de la estética en la razón. Él mismo ha acuñado el término paradojal y sintético de una “sensibilidad intelectual”.
Por eso el problema instrumental mayor, en su espíritu pragmático o de extrema eficacia, era “la expresión” (sea pictórica, musical, teatral), como medio de comunicación del sentimiento que acompaña cual su espíritu toda idea con sentido, es decir, correcta o eficaz. Por eso “hacer sentir para hacer pensar” deviene en la segunda divisa de la enseñanza robinsoniana. El buen maestro o formador, enseñando con gusto, sabe hacer surgir el deseo de aprender. Gusto y deseo se hacen elementos funcionales que se valen de los recursos expresivos del “arte” en función de una comprensión de lo real.
El “expresionismo robinsoniano” consiste en la tarea de invención de nuevos medios de expresión afectivos y cognitivos; en la unidad de afecto y concepto como núcleo de todo proceso de formación. La expresión es la sensibilización de la idea, con todo el cuerpo puesto en ella a través del acto de la experiencia; la espiritualización del concepto, si concebimos el espíritu como sensualidad cognitiva.
Lineamiento ético-colectivo
[Constructivismo robinsoniano]
El proceso de “crear pueblo” creando “nuevos sujetos”, revolución cultural como creación de “nuevas costumbres” (nueva instintualidad social) y “nuevos caracteres” (nueva subjetivación individual-colectiva), es un proceso de construcción original y novedoso. Simón Rodríguez no postula ninguna naturaleza humana originaria, perdida o corrompida por la civilización, como es el caso de Rousseau. El sujeto robinsoniano se construye a partir de su fuerza básica, biológica, fisiológica y ontológica, que él llama el “amor propio”. Toda la confección social depende del cauce que le sea dado a esa fuerza primordial individual.
La ética robinsoniana, lejos de toda idea de represión, es una ética de la conversión. El sujeto sociable surge con la moderación de su amor propio. La razón nace cuando el sujeto no sólo comprende, sino que siente, su interdependencia y pertenencia a un ser colectivo que es la condición de su existencia y persistencia. Esa es la base de los principios sociales, que representan la doble gestación de las luces (ideas) y virtudes (sentimientos) sociales que persigue la educación integral robinsoniana.
Adviene entonces un tercer axioma, que tiene función tanto pedagógica como ética: “los sentimientos (y el amor propio es la primera fuente de todos ellos) se moderan rectificando las ideas mediante el trato con las cosas”.
Los términos de esta fórmula (“moderar sentimientos” y “rectificar ideas”) implican una construcción subjetiva a través de la experiencia (“el trato con las cosas”). Y es en la experiencia donde el sujeto se refunda convirtiendo el egoísmo en sociabilidad y la ignorancia en luces y virtudes sociales, mutando y convirtiendo el amor propio en sociabilidad o amor social. El sujeto no es un vacío que se puede llenar de ideas correctas y sentimientos solidarios, sentidos y valores, luces y virtudes. Las luces son ideas rectificadas; las virtudes son sentimientos moderados. El sujeto sociable debe refundarse con base en su amor propio, moderándolo mediante la razón y la experiencia, y tendremos la misma fuerza al servicio del egoísmo puesta al servicio del bien social o total. Esa es la superación de la “ignorancia”, la cual es correlativa del “egoísmo”, de la “esclavitud” y de la “monarquía”, como categorías éticas en la reconstrucción del sujeto republicano.
Lineamiento pedagógico-político
[Socialismo robinsoniano]
La educación no es una palanca simple en la creación de un sistema político nuevo como la República. Bolívar la llama, según el relato del juramento en el Monte Sacro que hace el mismo Rodríguez, “la incógnita del hombre en libertad”. Ambos pensaron que la América española liberada y autárquica podía ser el lugar de esa utopía. “Moral y luces” son las dos palancas de Bolívar en Angostura. Ambas son también los fines de la educación popular o social robinsoniana. Enseñanza y Moderación equivalen a Luces y Virtudes.
La educación consiste pues en una doble creación: rectificación de las ideas; moderación de los sentimientos. La instrucción aporta las luces; la educación en sentido propio determina la fuerza moral, voluntad y carácter. Por eso “educar es crear voluntades”; y “enseñen y tendrán quien sepa; eduquen y tendrán quien haga” significa: una cosa es saber y otra cosa, que lo realiza, es hacer. La educación es formación para el saber y para la acción de manera simultánea y en determinación recíproca (“instruir no es educar, aunque instruyendo se eduque”).
La creación de una república representa la creación de un pueblo republicano o apto para vivir en libertad. Se trata de un nuevo proceso de subjetivación que introyecta lo colectivo en lo individual como base de la misma racionalidad republicana mediante el aprendizaje experiencial de los principios sociales desde la primera escuela. No basta recitar la tabla de valores, hay que experimentar las acciones que encuentran sentido y razón como práctica de los principios.
El fin supremo de la República es la satisfacción de las necesidades de “todos sin excepción”, contando a la vez con la voluntad de “todos sin excepción”. Esa inexcepcionalidad de la satisfacción y de la participación protagónica de las voluntades en los fines públicos son lo que hace profundamente el socialismo robinsoniano antimonárquico, democrático y, como veremos, federalista o toparquista.
Lineamiento político-territorial
[Comunalismo robinsoniano]
Lograda la independencia, en la recién nacida Bolivia, en 1826, Simón Rodríguez ha madurado enteramente su sistema de red educativa nacional y trata de ponerla en práctica hasta donde las circunstancias y las resistencias sociales y políticas lo permiten. El proyecto de educación popular no sólo era autónomo sino totalmente sustentable y productivo, garantizando su gratuidad para los pobres e incluso la protección social de su población y sus familias. Robinson entendió que había que imbricar la revolución educativa directa e inmediatamente en una revolución económica que comenzara a germinar desde las periferias. “Si los Americanos quieren que la revolución política que el peso de las cosas ha hecho y que las circunstancias han protegido, les traiga verdaderos bienes, hagan una revolución económica y empiécenla por los campos: de ellos pasará a los talleres, y diariamente notarán mejoras que nunca conseguirán empezando por las ciudades”. Revolución política y revolución económica se articulan y fusionan en la revolución cultural creadora de pueblo.
La “Toparquía” robinsoniana, que roba la palabra al léxico del feudalismo para convertirla en nuevo concepto republicano y democrático, no ya señorío del lugar, sino lugar con poder, poder del lugar, esto es, de sus habitantes y sus voluntades. Ese concepto invita a pensar en una topografía, una topología y una geometría en la organización general del poder. La toparquía se convierte en concepto propulsor de una organización política reticular donde cada núcleo, o punto de acción, es capaz de un poder local, de una deliberación, una voluntad y una ejecución. Cada lugar es un punto de un poder que crece de abajo hacia arriba, y que obedece al principio de asociación y agregación creciente ilimitada, de acuerdo a la comunidad de intereses y necesidades de las partes congregadas, la cual, según estos criterios concretos, configura nuevos territorios o territorialidades funcionales y no meramente formales. Cada punto en la malla de poder posee una potencia intrínseca que emana de su voluntad y que tiende a agregar voluntades por empatía de intereses, necesidades y potenciales.
La toparquía es una forma de autogobierno y democracia directa que se completa con la agregación ilimitada de los poderes afines, donde el poder no emana de un centro lejano sino que constituye su centro inmediato, reforzando su propio poder en la agregación confederativa. El poder local, engrandeciéndose, engrandece al poder global; el poder global garantiza el poder del poder local para garantizarse a sí mismo. La doctrina, vigente en la Revolución Bolivariana, de un Poder y un Estado Comunal es una actualización de estos conceptos.
La acción cultural, la creación de subjetividad y de espíritu, debe seguir esta lógica topárquica, si quiere convertirse en cultura comunal debe comenzar por descubrir y generar las necesidades culturales locales, y no emitir una cultura vertical decidida arriba sin consultar voluntades. La Comuna Cultural sería un agregado de potencias creadoras y creadora de sus propios frutos, de su propio espíritu, poseedora de sus medios de expresión, de comunicación y de sustento.
El poder puede crecer arriba, pero no crece de arriba para abajo. Tampoco la cultura, si convenimos en que la cultura es o debería ser un poder fundamental. En ese descenso desde lo alto de las estructuras, el poder se va estancando, va creando quistes y edemas, tortuosos collares de burocratismo que lejos de engranar desarticulan, núcleos microscópicos e incurables de poderes parciales, feudos, sectas, nomenclaturas inamovibles y excluyentes. En la bajada hacia las bases el poder se coagula, se difumina y se pierde. Llegará a la base como entorpecida verticalidad, como seducción, imposición o estafa. Y la base nunca protagonizará ese poder que debía transferírsele.
Por el contrario, el poder debería crecer como raigambre, rizoma, entreverado de redes hiladas y tramadas en todas direcciones a través de multiplicadas células nodales. Un poder constructivista y funcional, geométrica y topológicamente creativo y autogenerativo, por un principio de agregación ilimitada. El espíritu del proyecto sociopolítico bolivariano es un “comunalismo”. Ello conlleva como objetivo estratégico la constitución “desde abajo” de un poder comunal que se caracterice por el autogobierno y la democracia directa.
Lejos de ser un plan protoestatista e impositivo como la derecha acusa, el espíritu del proyecto y el lema de transferir el poder al pueblo, para equilibrar los poderes, apunta a la autogestión microscópica y creciente de un tejido social plástico, flexible y autocreativo compuesto por células básicas que serían las comunidades, dotadas de un poder intrínseco e inmediato: la soberanía. Globalmente, se trata de una reconstitución de la necesidad del Estado desde las necesidades sociales más minúsculas, pero más reales y concretas. Este es el esquema, el diagrama de la democracia bolivariana socialista del siglo XXI que Venezuela está ensayando, a todo riesgo y bajo todos los fuegos del capitalismo global y el imperialismo hegemónico mundial del siglo XXI.
Con la Revolución Bolivariana, no sin esfuerzos y dolorosas pérdidas, Venezuela ha reconquistado su derecho a la independencia y la autodeterminación fundado en su historia bicentenaria.
La conspiración mediático-política mundial pretende hoy acusarla de violar unos presuntos derechos humanos que asume como prerrogativa y arbitrio suyos.
Convendría evaluar y examinar cuál es la trama y la genealogía de esos declamados derechos humanos, y por qué sirven a las potencias de argumento para los genocidios.
No se dice cómo en Venezuela se han convertido en derechos las satisfacciones de necesidades fundamentales humanas que las hipócritas democracias capitalistas que la acusan pisotean e irrespetan diariamente.
Los pueblos y sus Estados legítimos no pueden seguir dejando que sean los imperios los que den la definición y la pauta de lo que son derechos humanos y de cómo se cumplen o incumplen.
Es un sometimiento creer que todos los derechos humanos posibles ya fueron declarados por la burguesía ilustrada francesa o por las potencias triunfantes de la Segunda Guerra Mundial.
Las doctrinas vigentes sobre los derechos humanos parecen calcadas sobre el modelo del individuo y la persona propio de la idiosincrasia burguesa. Hoy es posible destruir un pueblo y su Estado en nombre de los derechos de uno o unos individuos.
Tal vez habría que hacer una nueva declaración de los derechos humanos de los pueblos y del siglo XXI. Tal vez sea necesario afirmar derechos más altos que los mismos llamados derechos humanos, como el Derecho de la Vida, el Derecho de la Tierra, el Derecho del territorio y la soberanía, el Derecho a la diferencia, el Derecho a la singularidad, a la supervivencia, y otros muchos. Entonces hallarían su plano de inmanencia, su legitimidad actual y eficiente, unos derechos de los seres vivos y de los seres humanos.
El reto que enfrenta la actual historia venezolana es un reto ético, y ello implica un arte del vivir bien y de la supervivencia. La guerra psicológica que quiere avasallarnos busca la pérdida de la racionalidad y el desbordamiento de pasiones incontrolables que desencadenen la barbarie social.
Si el trabajo de educación popular y de creación de espíritu llevado por la revolución en estos últimos quince años ha sido efectivo, el pueblo venezolano deberá controlar y vencer las fuerzas del terror, de la angustia, el desenfreno egoísta, la disgregación social, el odio visceral, que quiere imponérsele. Confiamos en que triunfará, en este trance, el espíritu robinsoniano de la asociación y sociabilidad republicana, el espíritu de la democracia socialista bolivariana, que debe seguir siendo inventada en su defensa y evolución permanente.
Excelente discurso, con la brillantez que le es propia a nuestro filósofo Juan Calzadilla Arreaza, acertado en todas sus propuestas, con Simón Rodríguez y Eduardo Galeano a la cabeza.
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