Fabricio Ojeda es, más que nunca, un símbolo, por Clodovaldo Hernández

Algunas personas no creen en la importancia de los gestos simbólicos. Consideran que son pérdidas de esfuerzo y de tiempo y que, no pocas veces, solo sirven para provocar a otros. Pero resulta que justamente en eso radica parte de su utilidad: ponen al descubierto lo que realmente está en juego en nuestra lucha del día a día.


Publicado originalmente en
el Semanario TodasAdentro nro. 647

El traslado de los restos del mártir revolucionario Fabricio Ojeda al Panteón Nacional ha cumplido esa función. Está siendo (porque sigue en desarrollo) un gesto simbólico capaz de mostrar el tipo de batalla que libramos.

Elevar la memoria de Ojeda al altar de la patria desató de inmediato las reacciones destempladas de unos cuantos que se erigen en voceros de la burguesía (aunque algunos no son otra cosa que sus amanuenses), así como las penosas opiniones de esos exizquierdistas que, después de viejos, les ha dado por glorificar a quienes fueron sus esbirros.

Quedó en evidencia que para la derecha, el Panteón había sido un sitio para ir con ropajes elegantes a hacer reverencias protocolares y colocar caras ofrendas florales. El pueblo solo cabía allí como soldado desconocido, y sus verdaderos líderes deberían ser mantenidos a prudente distancia.

En los años de Revolución, han ingresado al Panteón figuras que han causado verdaderos ataques de urticaria a quienes profesan esa mentalidad goda. Las exaltaciones de Guaicaipuro, Manuelita, Pedro Camejo, César Rengifo y, ahora, Fabricio, han sacado a la luz lo peor de la contrarrevolución, sus llagas, sus lacras. En los medios de comunicación convencionales y, sobre todo, en las redes sociales, los vimos declarándose escandalizados por el ingreso de un guerrillero de los años 60 al lugar sagrado de la nacionalidad. Y en los soponcios de ira del adversario histórico quedó plasmado el valor simbólico de este tipo de gestos.

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