La guerra del pan y la Revolución Francesa

Esta noticia fue publicada hace mucho tiempo

Usted está leyendo una publicación de nuestros archivos de noticias, hecha hace 7 años. Cerciórece siempre de la fecha de publicación de una noticia y no permita que personas inescrupulosas la hagan pasar como actual.

El historiador marxista Georges Lefebvre nos recuerda cómo en la Francia previa a 1789 el pan fue centro de una crisis que afectaba principalmente al pueblo.


Texto: CiudadCCS

Antes y después de 1789, año de inció de la Revolución, fueron varios los momentos en que el pan, alimento básico de los franceses, fue el elemento clave en las guerras económicas contra el pueblo.

Aún con las distancias de tiempo y espacio, el análisis en clave de materialismo histórico que realiza el historiador Georges Lefebvre en su libro 1789: Revolución Francesa, nos revela cómo la guerra económica que enfrenta el pueblo venezolano, hoy en su capítulo del pan en Caracas, es expresión de la desigualdad y la tensión que genera el capital sobre la propiedad de los medios de producción.

A continuación se transcribe un extracto del texto de Lefebvre, publicado orignalmenmte en 1932:
Como siempre, en la antigua Francia el hambre era el resultado de una sucesión de cosechas mediocres o netamente deficitarias. Los franceses de entonces comían mucho pan; campesinos y obreros consumían como mínimo dos o tres libras diarias y la Convención calculó el consumo medio en una libra y media, mientras que en la guerra de 1914 se fijó una ración de doscientos gramos.

Sin embargo, excepto en las grandes ciudades y en las regiones en que se producía mucho trigo, se contentaban con pan de centeno, de alforfón o de mouture, mezcla variable de trigo centeno y cebada.

También es cierto que, a pesar del atraso de la agricultura, Francia, ya en la época que precedió a la revolución, había llegado a autoabastecerse en años de buena cosecha; [la región de] el Mediodía nunca recogía suficientes cereales, pero los traía por mar de Bretaña, del Norte o del extranjero, o bien por río, desde Borgoña.

Pero en todo tiempo era una preocupación general el saber que los graneros estaban bien surtidos. En caso contrario, hubiera sido difícil alimentarse de cosecha a cosecha; salvo en el Mediodía, donde se desgranaban inmediatamente las espigas haciéndolas pisar por mulos, asnos o bueyes sobre la era, en general se trillaba con mayal, operación penosa y larga que se aplazaba hasta el invierno para atender a las labores del otoño.

Mientras tanto, había que disponer de “trigos viejos” y siempre se temía que no hubiera suficiente; sin ellos, el hambre era segura si la cosecha no era buena; por otra parte, no era fácil conseguirlo de otra provincia porque, como no había canales, el transporte fluvial era a menudo imposible y por tierra lento y costoso; por mar, el tráfico era irregular y relativamente débil, ya que los barcos cargaban a lo sumo doscientas o trescientas toneladas, y muchas veces menos de cien; además, se corría el riesgo de que los países extranjeros prohibieran la exportación en el momento más apremiante.

Así pues, cada región quería guardar sus granos y abastecerse por sí misma. Cierto es que la dificultad de las comunicaciones no permitía movilizar grandes partidas: la exportación total de Francia parece que nunca rebasó el 2% de la cosecha. Pero a pesar de todo, se veía con malos ojos cualquier expedición, incluso con destino a otra provincia francesa. No solo se temía el hambre, sino la carestía, y las autoridades, por miedo a las alteraciones de orden público, compartían las preocupaciones de los consumidores, sobre todo las autoridades municipales, que eran las más expuestas en caso de disturbios.

El comercio de cereales estaba cuidadosamente regulado. Los campesinos no podían venderlo antes de segarlos, ni en sus casas, ni tampoco en los caminos: tenían que llevarlos al mercado de la ciudad y exponerlos allí a la vista de los vecinos, que eran los primeros que podían comprarlos, seguido de los panaderos y finalmente de los comerciantes.

En caso de necesidad, las autoridades intervenían para racionar las existencias e incluso para fijar el precio; en todo caso tenían una lista de precios que se tomaba como base para establecer las tasas del pan. Este régimen sacrificaba al campesino a favor del ciudadano. El mercado tenía una importancia en la vida de entonces que difícilmente podemos imaginarnos. Solo las familias muy pobres compraban el pan diariamente en las panaderías; por lo general, cada cual compraba grano para una semana, se lo molía y lo cocía en su casa o en el horno común. Solo en las grandes ciudades se recurría con más frecuencia al panadero, sin ser una norma general. En París, esta costumbre estaba muy arraigada.

Los economistas habían pedido que el comercio de granos se liberara de toda traba a fin de que se vendieran al precio más alto posible y de que el cultivo pudiera extenderse y, sobre todo, perfeccionarse. En 1793 y 1774 se había concedido la libre circulación interior por tierra y por mar, y se autorizó a vender fuera de los mercados; pero en ambas ocasiones la experiencia se interrumpió pronto.

Brienne la había intentado de nuevo en 1787; es más, había autorizado también la exportación. Se pusieron en marcha importantes expediciones cuya influencia se ha desestimado sin razón ya que, si bien la exportación no fue muy considerable, sin duda contribuyó a mermar las reservas, y el cabotaje transportó el resto desde el norte al Mediodía, de modo que en víspera de la siega de 1788, todas las provincias estaban desprovistas. Fue un desastre; desde el mes de agosto comenzó el alza de precios y continuó sin detenerse hasta julio de 1789. Una de las primeras medidas de Necker fue ordenar compras en el extranjero, conceder primas a la importación y restablecer la venta exclusiva en los mercados; en abril de 1789 llegó a autorizar a los intendentes la requisa del grano.

Hay que añadir que, en las regiones de viñedos, esta crisis había sido precedida por otra de carácter contrario: durante muchos años, como la vendimia había sido extraordinariamente abundante, el precio del vino había descendido enormemente; el encarecimiento del pan fue mucho más sentido por los numerosos viticultores.

EL PARO

La mala cosecha y las ventas de bajo precio tenían la misma consecuencia: disminuían el poder adquisitivo de las masas. La carestía de los granos tenia efectos particularmente desastrosos porque una gran parte de los campesinos no cosechaban lo suficiente para vivir, sobre todo si la cosecha se perdía.

La crisis agrícola provocó una crisis industrial. Naturalmente intervinieron otras causas. Por ejemplo, los contemporáneos atribuyeron gran importancia al tratado de 1786, que concedía a Inglaterra, a cambio de concesiones a los vinos y los aguardientes de Francia, una disminución de los derechos sobre ciertos productos manufacturados, principalmente sobre los artículos de algodón y sombrerería; como la industria británica tenía un utillaje mecánico muy superior, se achacó a la competencia la marcada decadencia de la industria textil en Francia en víspera de la revolución.

En realidad, la decadencia se remontaba a finales de 1786, mientras que el tratado incriminado no entró en vigor hasta mediados de 1788: a lo sumo agravó el mal.

Por otra parte, la guerra que desde 1787 enfrentó a Turquía con Rusia y Austria, y la agitación que provocó en Polonia, de donde tuvieron que retirarse las tropas moscovitas, contribuyeron también a acentuar la decadencia, al dificultar la exportación con destino a Europa oriental a Levante.

En realidad se resintió todo el comercio internacional, ya que la cosecha fue mala en todo Occidente.

El paro hizo estragos precisamente en el momento en que la vida se encarecía. Los obreros no podían esperar, pues, un aumento de salario, cosa que en ninguna ocasión habían obtenido sin dificultad; se calcula que del período de 1726-1741 al de 1785-1789, los precios aumentaros un 65%, mientras que los salarios solo aumentaron un 22%.

En 1789, un obrero parisino ganaba de treinta a cuarenta sous por término medio y estimaba que, para poder vivir, el pan no debía costar más de dos sous la libra: en la primera quincena de julio valía ya el doble; en provincias era muy superior y alcanzaba los ocho sous o más, porque en París las autoridades, por temor a los disturbios, no dudaban en vender el trigo de importación por debajo de su precio.

Nunca había estado tan caro el pan desde la muerte de Luis XIV: ¿es posible no relacionar esta dura prueba con la fiebre insurreccional que se apoderó de la población en este momento?

EL PUNTO DE VISTA POPULAR

El pueblo nunca se resignó a culpar a los agentes atmosféricos de la penuria y la carestía. Sabía que los diezmeros y los señores que percibían rentas en especie disponían de importantes cantidades de grano y esperaban el alza de precios para venderlos. Pero todavía culpaba más a los negociantes de grano, a los pequeños comerciantes o bladiers que recorrían los mercados, a los molineros y panaderos, que tenían prohibido el comercio de granos, pero que se dedicaban a él bajo mano: todos ellos eran sospechosos de amontonar, de dedicarse al acaparamiento para provocar o favorecer el alza. Tampoco las compras del Gobierno o de las autoridades locales eran menos sospechosas: se pensaba que las autoridades locales obtenían ganancias en provecho de su presupuesto o en beneficio personal. Luis XV, por haber encargado a una compañía la creación de graneros destinados al abastecimiento de París, había sido acusado de llevar sus arcas a expensas de la subsistencia del pueblo, y pocos dudaban de este “pacto de hambre”. El propio Necker fue acusado de complicidad con los molineros que, encargados de moler el grano importado, se aprovechaban, según se decía, para hacer contrabando exportándolo de nuevo en forma de harina. La libertad del comercio de cereales aparecía como un visto bueno, criminalmente concedido a los que se enriquecían con la miseria de la gente pobre, y es evidente que, si el razonamiento de los economistas era exacto, era preciso que el progreso beneficiara a los propietarios y negociantes, mientras el pueblo cargaba con los gastos. Los economistas estimaban que esta desgracia era providencial y declaraban sin rodeos que el progreso social no puede realizarse sin detrimento de los pobres. El pueblo pensaba, y en ocasiones decía, que debía poder subsistir con su trabajo y que el precio del pan debía ser proporcional a su salario; si el Gobierno bajaba las manos libres a los negociantes y a los propietarios en nombre del interés general, que tomara entonces medidas para garantizar a todos el derecho a la vida, descontando a los ricos para indemnizar a los panaderos o vendiendo el grano por debajo de su valor. Por este caso, el pueblo estimaba que lo más sencillo era recurrir a la reglamentación y aplicarla con rigor, sin retroceder ante la requisa y la tasación.

CIUDAD CCS

Suscribirse
Notificar en
guest

0 Comentarios
Inline Feedbacks
Ver todos los comentarios