El ministro de Cultura, Freddy Ñáñez, escribió esta semana en su columna semanal en el diario Ciudad CCS, sobre el sentido del Panteón Nacional, “lugar donde se registran los cambios de la época”, definiéndolo además, como un campo de batalla. También hace una mención importante sobre el proceso de reivindicación a los invisibilizados por la hagiografía mantuana: Manuelita Sáenz, Pedro Camejo, y para este martes el ingreso de dos referentes de las artes venezolanas: Armando Reverón y César Rengifo.
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El Panteón Nacional debe ser entendido como un terreno simbólico donde se registran los cambios de época, las tensiones subjetivas de la idea del pueblo y la valoración que éste tiene sobre su índole. Dicho espacio sirve, además, a la memoria constituida como recipiente para su conservación o transformación, según los acontecimientos sociales que se susciten a partir de las interpretaciones de lo que allí se ostenta como espíritu nacional y como historia. Es, por tanto, un campo de batalla. Lo fue incluso en el período de los consensos hegemónicos: cuando se daba por cerrada la historia y se suponían domesticadas las posibles lecturas sobre los hechos, los protagonistas y, sobre todo, su inmodificable desenlace. Desde su fundación cada nombre inscrito en su sitial hace parte de una conflictiva relación entre lo verdadero y lo tergiversado, entre el honor y la ignominia, entre el mérito y la imposición. Y esta tensión que decimos no se limita al campo simbólico, se trata de una conflictividad arraigada en el pueblo frente a la pretensión unificadora que toda versión dominante entraña. Hoy asumimos este terreno simbólico como un espacio de construcción de la memoria.
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En ese sentido podemos afirmar que un Panteón Nacional como registro histórico –aquí y en cualquier parte– obedecerá siempre al concepto político que se tenga de la nación, más que a una suerte de objetividad neutra. ¿Y qué otra cosa es el mundo?, ¿qué es la historia? Pensemos en el hecho, por demás irónico, de que Guzmán Blanco, fundador de nuestro sitial memorioso y primer sospechoso del asesinato de Zamora, se encargó de llevar los restos del traicionado general del pueblo soberano, unos dicen que para inmortalizarlo y otros que para volverlo a matar. Héroes probados en el afecto popular –que es como hablar de un manto temporal verificable– conviven con anodinos que le deben el honor a su amistad con el poder. Hoy puede ser sopesado nuestro imaginario heroico lo mismo que su tiempo, en el pensamiento fuerte de la historia y en el proyecto de un nosotros.
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El ingreso de Guaicaipuro al Panteón registró el cambio de paradigma de una sociedad monocultural y racista hacia una nueva autorreferencia desde la interculturalidad y la geohistoria propia. Con el Cacique no sólo se reivindicó la presencia de los pueblos autóctonos en la resistencia, sino también su afirmación en el presente, su valor constitutivo de la venezolanidad. No fue un suceso menor: desde el punto de vista de una batalla simbólica vencimos más de cinco siglos de vergüenza étnica no sólo para el país, sino también para el imaginario de todos los países bolivarianos. Lo que sucede en este campo de lo simbólico es una lucha entre el olvido y la memoria, entre el soslayamiento y el reconocimiento, entre la castración y el crecimiento. Con Guaicaipuro se inició un proceso de reivindicación a los invisibilizados por la hagiografía mantuana: Manuelita Sáenz, Pedro Camejo. Hoy le corresponde a César Rengifo y Armando Reverón: dos referentes de las artes venezolanas. La memoria patria está viva. Es importante decir que la identidad histórica no es una relación con el pasado nada más, es, sobre todo, una construcción permanente de cara al devenir político, ético y estético. No en vano la primera batalla que libró la revolución bolivariana fue por la historia.