Han pasado 16 años desde que sucedió todo aquello y apenas siento el aplomo necesario para escribir sobre esos tres días que abrieron surcos hondos en la historia de un país de mangos y balas. Debo anunciar que mi voz no es aquí solo mi voz, sino también de mi madre y mi hermana, las tres en un solo amasijo. Voces que se valen de mi discurso para poder decir.
A Hambel Reyes, in memoriam.
Texto: Yanuva León Guzmán – tomado de Desafío Constituyente
Los acontecimientos rudos fueron el jueves 11, en el centro. Cuando le pido que conversemos sobre los acontecimientos de abril, tanto tiempo después, Nancy Guzmán, la mujer que me parió, está cumpliendo 53 años, y se infla de orgullo en el instante que le recuerdo que cumple años con Francisco de Miranda, como si ella sintiese que esa coincidencia tiene algo que ver con su destino.
Mientras trocea un pernil de cochino va contando lo que rememora: “Esos días eran laborales y había problemas, la oposición había tomado las instalaciones de Pdvsa Chuao, lo que ahora es la Unefa. Estaban dispuestos a salir de Chávez como fuera”.
Una semana entera, antes del 11 de abril de 2002, mi madre, con 37 años recién cumplidos, había estado en vigilia frente a la casa presidencial: “Yo salía a las cuatro de la tarde de mi trabajo y en lugar de agarrar para mi casa en Baruta, me iba para Miraflores. En vez de ir a atender a mi hijo, atender a mi esposo, atender a mi familia, subía caminando desde la avenida Lecuna a hacer vigilia, era la instrucción que recibíamos del MVR, teníamos que proteger Miraflores porque venía un golpe de Estado”. El jueves 11 la convocatoria fue masiva. Pero ese día mi madre no subiría sola, su compañero, sus jóvenes cuñados, y mi hermana Yanira, de apenas 17 años, estaban con ella.
Yo en cambio, con 19 años, en casa, sintiendo cómo me anegaba una angustia caliente, abrasiva. Más o menos a la 1:30 de la tarde recibí una llamada telefónica que me informaba la situación. La marcha de la oposición enardecida, rumbo al palacio. Mi mamá y mi gente rumbo al palacio. El sentido de las cosas me pareció dirigido hacia un solo punto, y yo al margen de todo, sin dinero para pagar un pasaje, presintiendo desmanes, condenada a la inacción, a la espera macabra.
Pues no. Un impulso, como envión de entrañas, me obligó a cambiarme de ropa y salir sin un céntimo en el bolsillo, hacia el escenario donde vivir valdría irrestrictamente todas las penas. En el pueblo de Baruta le pedí al chofer de una camioneta que me llevara al centro, que no tenía para pagarle. No tuvo problemas con lo segundo, pero lo primero sí sería un tema, porque “la cosa está fea chama, no creo que llegue hasta allá; móntate y te llevo hasta donde pueda”. Ni lo pensé. Llegamos a Chacaíto, de Chacaíto abordé el Metro hasta Parque Carabobo y desde allí caminé.
Me vi de pronto en medio de la multitud opositora. Nunca me sentí tan vulnerable, tan desencajada, tan envuelta en una energía que no era la mía. “Marico, yo me voy de aquí, ya hay muertos, pinga, chamo, vámonos”, le dijo un muchacho a otro, con cara de susto serio. Yo me asusté seriamente también, la diferencia es que mi susto me empujó hacia adelante y me apretó el ritmo.
Llegué al Centro Simón Bolívar, donde Dannybal ‒compañero de la universidad, amigo de los muy buenos, y hermano del marido de mi madre‒ trabajaba de librero. Como era de esperarse, la librería estaba cerrada. Sentí una desolación condensada y empecé a llorar, no sabía qué hacer. Un muchacho que alquilaba celulares me vio y me dijo, “¿quieres llamar a alguien?, toma, no te voy a cobrar nada”.
Llamé, y luego de varios intentos Dannybal me respondió con voz jadeante de gente encarrerada. Cuando dije que ya no estaba en casa sino en el centro, me habló duro: “Quédate ahí frente a la librería, no se te ocurra subir para acá, estamos en Puente Llaguno y van varios muertos. No vengas coño, por favor, nosotros bajamos y te encontraremos. Estoy con tu mamá, con Yanira y con mis hermanos. Todos estamos bien. Espérame ahí, no subas”.
Ellos habían sido testigos del horror, estuvieron en la estación El Silencio y vieron cuando un cuerpo se desplomó inánime, en una contorsión contranatural, y a los minutos otro, víctimas de balas. Corrieron hacia Puente Llaguno, en el afán de resguardarse, buscando el refugio que da la propia manada.
Mi madre lo narra así: “Estando en el puente, viendo hacia la avenida Baralt, empieza un tiroteo, como si estuviéramos en un paredón, era ráfaga tras ráfaga, y quedamos en la mitad. Gran parte de los tiros pegaban contra los edificios. Un señor que estaba cerca de nosotros recibió un impacto en la cabeza y cayó por encima de la baranda hasta la avenida abajo. Luego nos dimos cuenta que del hotel que está después del puente venían los tiros. La gente sin tener con qué defenderse bajaba a la Baralt y a muchos los regresaban heridos o muertos. Nos dimos cuenta que una ballena de la Policía Metropolitana disparaba contra nosotros, también había policías del mismo cuerpo en el Hotel Edén”.
Hombres y mujeres gritaban, en frenesí de espanto, que no iban a permitir que acabaran con la revolución. Mi hermana se afanaba por bajar hacia la Baralt, para hacer frente a un enemigo que hería y mataba con proyectiles, mientras ella contaba únicamente con su furor adolescente. La lucidez de todos los que la acompañaban logró detenerla: “Me provocaba desmayarla, Yanira estaba fuera de sí y tenía mucha fuerza, temí que nos mataran a todos”, me confesó Dannybal luego, cuando se encontró conmigo. Lydda Franco tenía razón, pienso ahora, “una mujer es una mujer más sus uñas y sus dientes”, eso era mi hermana, eso era mi madre, eso era yo.
Corrieron hacia la tarima apostada frente a Miraflores. Mi madre alterada lloraba e insistía en que debía informar a esa otra multitud, ajena al desmadre, que “nos estaban matando”. Pero las autoridades que discurseaban desde la tarima no le permitieron hablar por micrófono. La convencieron de que esa alarma traería una estampida como consecuencia, y el desastre, así, prometía ser peor.
Horas después, la noticia pública era que el presidente Chávez había renunciado. Nos encontramos, mi familia y yo, y echamos a andar. Desde el centro hasta Baruta, caído ya el espeso manto de la noche. Caminamos en silencio, apagados y vacíos como cascarones secos.
No podíamos creer que había renunciado.
Se renuncia a un capricho; se renuncia a un trabajo subpagado; se renuncia incluso a una pasión, por lo general demasiado tarde, cuando algunos de sus fuegos nos han dañado de modo irreparable. Pero a una lucha en la que se ha dejado la energía de varias vidas, a una lucha que además implica el devenir de una nación, e incluso de un continente, a eso no se renuncia.
Mi mamá había pasado todo el viernes abatida, sus ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar parecían culos de pollo, pobrecita, no poder siquiera consolarla, querer calmar un ardor y no poder porque se está en llamas. Las palabras no me salían, se me hacían pegoste en el cielo de la boca, nubes informes, pantanosas.
Yo también tenía el espíritu despedazado. Toda la gente que conocía, la gente de mi entorno, caminaba lerda, anegada por una pesada densidad metafísica similar a la que sobrecae cuando una muerte abrupta desbarajusta la estabilidad de una familia. Las conversaciones eran más bien letanías. Sentíamos caer nuevamente sobre nosotros la pulgosa alfombra del desamparo, sobre la pobrecía, sobre los condenados de la tierra nuevamente el desamparo. El susto, como un pepazo en el esternón, me tenía paralizada.
El sábado, más o menos a las siete de la noche, se encendió la chispa. Así sucedió en mi casa, en la de mi mamá, por mejor decir, allá en el barrio El Placer de María, en Baruta: enorme úlcera de profundas ramificaciones, hundida en una montaña de clima y vegetación agradables. Aquella casa mínima, de dos habitaciones, improvisada junto a un cañaote pestilente, acogía por esos tiempos a doce personas; diez de las cuales dormíamos en la salita, hacinadas como gusanos mazamorreros.
Por lo regular en el día la casa permanecía vacía, todos salíamos malvestidos y malcomidos a trabajar y estudiar. Pero por las noches, a la hora del sueño, la casa nos volvía a concentrar, y tirados como podíamos sobre colchonetas dábamos la impresión de ser soldados caídos en batalla: la batalla de la pobreza legendaria. Esa juntura de pesares muchas veces ha sido la clave de los giros de la historia, yo estoy segura de que esa vez también lo fue.
La noche del 12 de abril estábamos sumergidos dentro de una oscurana, el reflejo del televisor prendido nos daba un aire decadente y nostálgico. Todos sabíamos que ninguno dormía, los ruidos que emitíamos eran de cuerpos despiertos, tan pegados los unos de los otros que no sorprendía el hecho de que los pensamientos se gestaran en una cabeza para asentarse en la que reposaba más cerca.
De pronto el entonces fiscal general empezó a hablar ante una rueda de prensa en cadena nacional de radio y televisión, y dijo lo que dijo, Isaías Rodríguez dijo lo que tenía que decir: “El presidente Chávez no ha renunciado, estamos frente a un golpe de Estado”.
Un insecto descomunal me mordió las paredes del estómago, el mismo bicho replicado en la panza de los náufragos tumbados junto a mí hacía de las suyas. Me da por pensar que durante esa fracción de segundo gran parte del pueblo sintió en sus entrañas una dentellada estremecedora. Luego la algarabía, la planificación espontánea.
Mi madre se levantó eléctrica, tomó el teléfono y habló con “unos camaradas”, compañeros y compañeras de lucha de ese y otros barrios. Ella es profesora de matemática y una respetada líder comunal desde que era bien joven. Pasadas varias horas, ya en la madrugada del 13, regresó a la sala-refugio y nos dijo: “Bueno gente, a dormir por lo menos dos horas que a las 6 de la mañana arrancamos a rescatar al comandante, todo el mundo va a estar en el Fuerte Tiuna”.
“Rescatar”, cuando pronunció la palabra denotó un afectado sentido militar. Era otra mujer, con los mismos culos de pollo en lugar de ojos, pero renacida en el ánimo. Parecía una generala que organizando los escombros de su recién vencido ejército, estuviese iluminada por la epifanía de una victoria indefectible.
Nos despertó faltando 10 minutos para las 6 de la mañana. La mitad se levantó sin titubear, yo fui parte de la otra mitad. El sueño me dominaba las ganas heroicas. Pero mi hermana dejó caer sobre mí un tobo de agua fría con estas palabras: “Bueno chama párate, ¿esa es toda tu voluntad?, ¿tú crees que Chávez está durmiendo así de rico ahorita?”. Mi vergüenza venció el arrebato de ira que amenazó con explotarle cualquier frase estúpida en la cara. Me levanté, me cepillé los dientes, lavé mi rostro con agua, me puse unos jeanes, una franela de corte masculino que me quedaba grande, y unos zapatos deportivos. A las 6 y 15 iba bajando, por una larga escalinata, el esmirriadito batallón en ayunas del cual yo formaba parte.
En la calle no parecía estar sucediendo nada, el día espléndido de sol y vestido con ropas de obrero se montó junto a nosotros en el metrobús hasta Chacaíto, y luego, también con nosotros se enrumbó en el Metro, hasta la estación El Valle. Cuando llegamos al Fuerte Tiuna aún no eran las 8 de la mañana. Todos seguíamos a mi mamá, que punteaba el grupo a paso ligero, como si la esperaran y estuviese retrasada. Pero la verdad era que nadie nos esperaba. Yo suponía que una multitud nos recibiría frenética y en cambio un par de soldados se nos acercó al vernos llegar.
—¿Qué hacen acá?, aquí no pueden estar. Les aconsejo que se vayan a sus casas. Anoche aquí hubo una revuelta, tiros y hasta heridos.
Yo sentía un desasosiego tremendo, como si el amor de mi vida me hubiera dejado plantada. Creo que se me notaba, porque ambos soldados por momentos me veían con cara de lástima. Mi mamá no, ella estaba en su papel de ráfaga y dijo:
—Nosotros sabemos que el comandante Chávez no ha renunciado, él sigue siendo el presidente, y de acá no nos vamos, ustedes más bien deberían apoyarnos, sospechamos que lo tienen secuestrado allá dentro –apuntó al Fuerte Tiuna.
Las palabras de mi madre me hacían sentir orgullo, pero sobre todo ternura, ella hablaba como si representara algún tipo de superentrenado comando especial de seguridad e inteligencia, y honestamente un poco así nos sentíamos, inflamados, responsables de una misión.
—No señora, acá no está, de verdad que no. Váyanse.
—Pues no, de aquí no nos movemos.
Y nos envalentonamos todos, empezamos a gritar consignas, a agitar las banderas y los afiches que llevábamos. Finalmente el soldado, con un gesto que no supe interpretar, nos dijo:
—Bueno si se van a quedar no pueden interrumpir la circulación de los carros, manténganse en esa isla –y señaló un trozo de tierra en mitad de la avenida.
Allí nos mantuvimos disciplinados, al menos un rato, para no dar excusas al desencuentro. Pero la gente empezó a bajarse de las camionetas, a unirse a nosotros. Gente que iba a sus trabajos cuando nos veía detenía su ritmo, mandaba lejos el compromiso con los patrones.
Poco a poco la isla se fue reduciendo debajo de una mancha humana, mancha que como la brea se derramó sobre toda la ciudad, hirviendo en cólera. Aunque si lo pienso bien, dudo. No estoy segura de que haya sido exactamente cólera lo que carburó aquellas circunstancias.
Había puesto fin a esta historia del siguiente modo: “El desenlace, ya se sabe. Después de horas de agitación y exigencias multitudinarias, tanto en Fuerte Tiuna como frente a Miraflores, en la madrugada del domingo 14, el presidente Chávez fue traído de vuelta al palacio presidencial”.
Pero una voz rotunda, como manotazo contra la sien, me dijo que era un final abrupto, torpe, apurado. Me sacudió la revelación, porque la verdad es irrefutable. 16 años después de aquel sábado excepcional, entiendo que no tengo derecho a atropellar un final, quién soy yo para permitirme tal atrevimiento, me pregunto avergonzada. El pueblo sigue agitado escribiendo a punta de cotidianidad y sufrimiento, de algarabía y sacudones de alas, de lluvias buenas y trancazos, sigue escribiendo, digo, la historia de este país de mangos para que no haya más hambre, para que no haya más balas.