En este artículo del medio estadounidense The Root, fechado en 2010, hallaron una buena forma de visualizar cómo funciona a nivel económico la industria de la música; más concretamente, cuánto dinero se lleva cada participante en el proceso de creación y comercialización musical a partir de lo que se ingresa al vender un disco o una canción. El ejercicio hace referencia a un grupo de cuatro personas: cantante, guitarrista, bajista y batería, que reparten un 18 por ciento cada uno. Para los asuntos mundanos tienen un manager personal, otro que se encarga de los negocios, un abogado que les revisa los temas legales y un productor que adelanta el dinero y se lleva un pequeño porcentaje. Hasta aquí más o menos bien e individualmente cada miembro del grupo gana más que la gente externa.
Texto: Microsiervos
El problema es que todos ellos han de repartirse una pequeña porción de la «tarta» de los ingresos, tan solo el 13%. Del resto un 24% se lo quedan los distribuidores y un 63% por ciento la discográfica. El resultado es que los autores, creadores y gente cercana al grupo ven cómo su parte es solo «una pequeña parte de una pequeña parte» y el resultado final es demoledor: del total de dinero que se recauda con la venta de canciones y discos cada miembro del grupo solo recibe un 2,3 por ciento: unos 23 céntimos de un disco que se venta a 10 euros.
En el mundo editorial comercial sucede algo parecido con los libros: aunque no sea tan común eso de repartir entre varios autores, los roles de los agentes, abogados y productores son más o menos similares; las librerías y cadenas de distribución andan por ahí en medio y las editoriales equivalen a las discográficas. El resultado es que un autor se puede dar con un canto en los dientes si recibe el 10% de las ventas de los libros.
Todo esto lo explicó hace ya 15 años Ignacio Escolar en el mítico artículo Por favor, ¡pirateen mis canciones! (¡Parece que fue ayer! – pero atención que incluso los cálculos están en pesetas).
Hoy en día esta problemática sigue más o menos estancada, pero los autores, tanto musicales como literarios, tienen estupendas alternativas para saltarse a tanto intermediario y hacer venta directa, autoedición, impresión bajo demanda o ventas en microformatos (como las canciones sueltas) pese a lo cual hay quien sigue empeñándose en que el reparto debe ser siendo «el de toda la vida». ¿Adivinan quienes? Pues sí: los de siempre, los que se autodenominan «un mal necesario».
Por favor, ¡pirateen mis canciones!
Autor: Ignacio Escobar
17 de enero de 2001Soy un músico con suerte. Mi grupo ha vendido, por los pelos, más de 10.000 copias de su primer LP. En un mundo en el que Enrique Iglesias coloca seis millones de CDs cantando así, esta modesta cifra tampoco es para tirar cohetes. Pero si me aplicase tanto como futbolista, jugaría en primera división y, si me dedicase a la medicina con tanto éxito, sería neurocirujano. Durante un par de semanas del mes de abril de 2000, uno de nuestros singles se coló en el número diecisiete de las listas de ventas en España; el número tres, si se contaba únicamente a los artistas nacionales. Cada año salen 32.000 discos nuevos al mercado en todo el mundo y sólo 250 convencen a más de 10.000 compradores. Apenas el 0,7% de los músicos que han presentado disco el año pasado (la gran mayoría no llega siquiera a grabar) es más afortunado que yo.
Se pensarán que nado en dinero. O que, por lo menos, vivo dignamente de mis habilidades musicales. ¿Cuánto cobra el 0,7% con más suerte de su profesión? No les aburriré con cifras pero, tras tres años de esfuerzos hasta conseguir ver mi LP en las tiendas, sólo he ganado poco más de medio millón de pesetas (unos 2.800 US$) por venta de discos y derechos de autor. Apenas 14.000 pesetas al mes (78 dólares) es lo que me ha rentado mi afortunada carrera musical. Mi parte alícuota del local de ensayo –la garantía de que mis vecinos no me echarán de casa por ruidoso– me sale por seis mil pesetas al mes (33 dólares). Estas navidades quemé la mitad de mis beneficios en un teclado nuevo, un capricho. Si tuviera un gerente con facultad para vetar mis presupuestos, seguiría tocando con el Casiotone que me regalaron los Reyes Magos en 1986.
No culpo a la piratería de mi bancarrota. No a la de “sexo, drogas y rock and roll” que aparece en el anuncio de pésimo gusto con el que la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores, España) intentó concienciar a los melómanos de la necesidad de pasar por su caja. Como la gran mayoría de los chiflados que malgastamos nuestro tiempo en locales de ensayo y nuestro dinero en instrumentos y amplificadores, prefiero la satisfacción personal de saber que alguien se molesta en escuchar mi música a las treinta pesetas (16 centavos de dólar) que me tocan por cada copia vendida (la cuarta parte si el disco está de oferta o es comprado durante una campaña de televisión).
Si mi gerente, ese imaginario del que les hablaba antes, fuese listo, estaría de acuerdo conmigo. Por cada concierto que doy, gano, dependiendo del aforo y la generosidad del promotor, entre 15.000 y 60.000 pesetas limpias (entre 84 y 337 dólares). Prometo que si acuden a alguno de ellos, no les pediré una fotocopia del código de barras del CD para entrar. Como todos los músicos que hayan hecho las cuentas, sé que son más rentables 100.000 fans piratas que llenen mis conciertos a 10.000 originales.
El mp3, Napster o Gnutella tampoco van a acabar con la música. Ni con la mía ni con la de nadie. Les aseguro que, afortunadamente, puedo prescindir de las 14.000 pesetas mensuales que generan mis derechos de autor y mis royalties. A Metallica, y a cualquier grupo superventas, la regla, aunque sus cifras sean mayores, le vale igual. Dan mucho más dinero los conciertos, las camisetas y los anuncios que un grupo de su fama puede grabar, que el royalty (entre el 8 y el 15% del precio de venta a mayorista) que pagan las multinacionales por disco vendido. Es cierto que las compañías discográficas costean la grabación y la promoción de los músicos, pero ¿conocen algún otro negocio en el que el reparto entre los que aportan la idea y la mano de obra y los que ponen el dinero sea tan desigual? Les confieso que no entiendo las razones que movieron a Metallica y compañía a poner la cara por sus patrones. Todo, para que sus fans se la partan, pacte Dios con el Demonio y Napster pase de pirata a corsario. A mí se me habría puesto cara de tonto.
La distribución gratuita de las canciones por Internet no terminará con la creación musical, pero espero que sí lo haga con los abusivos tratos que impone la industria discográfica. Y eso que los ‘juntanotas’, con el tiempo, hemos mejorado bastante. Si los pobres músicos de blues de los años cuarenta –esos a los que el sello RCA (hoy, propiedad de Bertelsmann, el socio de Napster) pagaba seis dólares y una botella de bourbon por grabar sus canciones– oyesen los lamentos del batería de Metallica, Lars Ulrich…
No puedo alegar que no sabía dónde me metía cuando hace un año y medio firmé mi contrato con Universal Music. En aquella reunión, un alto directivo de la compañía me resumió en una sola frase los nueve folios del acuerdo: “Las discográficas somos un mal necesario”. No lo voy a negar. Sin ellas, mi grupo jamás habría vendido 10.000 discos. Aunque estoy seguro de que sí hubiese podido regalarlos.
————
Ignacio Escobar es periodista. En 2001 era colaborador en www.gsmbox.es, en el mensual GEO y de “El Navegante”, la sección dedicada a Internet de Informativos Telecinco 1:30. Su trabajo remunerado le permitía pagar los teclados y el bajo con los que tocaba en el quinteto Meteosat, un grupo de Universal Music, la compañía de Metallica, hoy disuelto. Los porcentajes de ventas de discos, entre otras muchas cosas, están sacados del polémico artículo de Courtney Love acerca de los desmanes de la industria del disco.