La inmensidad y sus distintos verdes de cultivos y árboles desparramados; los ríos anchos, marrones, tumultuosos; venados, búfalos, chigüires y babos, conforman el espectáculo de esta tierra. Hombres y mujeres con alpargatas y sombreros se mezclan cada 19 de marzo con los carros que vienen de todos los rincones del país: “de Lara pa’ Elorza”, tiene escrito uno; “1.539”, dice otro, y el conteo continúa hasta más de 5 mil automóviles visitantes. El golpe de cuatros, arpas y maracas se repite casi sin variantes y su canto rememora paisajes o mal de amores.
Texto: Laura Farina / Fotos: Oscar Eduardo Arria Zerpa
“La emoción es colectiva, no es de un grupo preparando un teatro, es un pueblo que está compartiendo un espacio y una tradición. Todo eso que está ocurriendo, está decodificando ese mensaje a través del joropo. Si no hay joropo, no hay fiesta”, proclama Ramón Ojeda, cronista de Elorza, más conocido como Moncho.
Dos tarimas concentran la atención, una en la Plaza Bolívar, apenas a cien metros de la costa del Arauca. La otra, en la orilla contraria del río. Para cruzar de un lado al otro, se puede ir a pie, hacer una cola interminable en carro o subirse a una curiara y llegar en apenas dos minutos.
El tumulto de gente, las maniobras de los carros que recuerdan al tetris y un sol intenso y constante parece no escatimar los ánimos. Risas, abrazos y unas cuantas cervezas completan el encuentro, musicalizado por ese ritmo llanero que pocos se animan a cambiar por reggaetón o salsa.
En los patios, chinchorros de todos colores cuelgan de árboles o de pilares de las casas. Una gran cantidad de carpas se apoderan de las plazas. En el poco espacio libre que queda dentro del pueblo, se asa carne de res o pollo en vara.
“Es un sentimiento festivo que ha traspasado el entendimiento o el factor denominado cultura, porque se ha ido más hondo, más allá, se ha internalizado en el alma como diálogo, hasta como silencio, con personas ajenas de Elorza”, asegura Moncho.
A la hora del show, los grupos de joropo se continúan uno tras otro. Los comentarios del presentador varían entre “quiénes son los hombres que dejaron a sus mujeres en casa” a “¿dónde están las muchachas solteras?”.
Pero el espectáculo más llamativo se observa en un desfile de los bailarines y bailarinas de cada estado, cada cual representando su particularidad. Niños desde cinco años hasta jóvenes de treinta zapatean y zarandean al compás de la música. Los hombres vestidos con liqui-liqui color caqui, o pantalón y camisa negros o blancos; las mujeres con blusa y falda amplia que varían de tonalidades, con o sin estampado.
También aprovechan la ocasión artesanos y comerciantes que arman sus puestos alrededor de la plaza. Unos, venden alpargatas, sombreros y adornos; otros, franelas y gorros como recuerdos que llevan estampados “Elorza”.
Marleny Corrales hace sombreros tejidos con fibra natural y artesanías con masa flexible y bambú. Nació y se crió en Elorza. Es licenciada en educación. Tiene cinco hijos, dos de ellos morochos. Dice que la fiesta “es algo muy importante, porque es la manera de tener ingresos. Si no hay feria nosotros perdemos”.
“Aunque no bailo mucho, me encanta el joropo. Es algo divertido, te sirve para mantener el cuerpo, la salud”, asegura la orfebre.
También está presente el ministro del Poder Popular para la Cultura, Reinaldo Iturriza, para quien la Fiesta de Elorza expresa “la venezolanidad, la identidad popular venezolana”.
Reinaldo Iturriza reconoce que hay un reclamo de los cultores y cultoras por rescatar las raíces del joropo, expresión folclórica de los hombres y mujeres que hacen vida en esta tierra.
“Hay que tener mucho cuidado con los esencialismos, sin embargo uno no puede permitir que se termine imponiendo una versión estandarizada que le quita su riqueza, las formas diversas como se expresa. Es un debate. En ese contexto, Elorza es muy importante para reafirmar la manera que se considera tiene que expresarse esta manifestación”, explicó Iturriza.
Todas esta multiplicidad de vivencias se reúnen cada 19 de marzo en “lo más criollo del mapa” para celebrar una fiesta patronal que, “permite masificar una tradición, una identidad. Y esa identidad es símbolo de soberanía, y esa soberanía es símbolo de libertad, y esa libertad es símbolo de independencia”, dice Moncho Ojeda.
“Tú sabes que soy tu hijo/ llanura venezolana/ y en mi mente se desgrana/ tu belleza soberana/ cuando voy por tus caminos/ la soledad me acompaña/ le presto mucha atención/ al susurrar de las palmas/ que juguetean con el viento/ como novios que se aman”, relata “Motivos llaneros” de Eneas Perdomo.
“La vida del llanero es dura” cuenta Moncho, como quien previene para ahorrar más explicaciones. Y agrega: “Decía un poeta, ‘la vida es un joropo donde nos toca versear y en los momentos difíciles nos da por zapatear'”. De eso se trata, de bailar al ritmo de los acontecimientos y de hacerle frente a las dificultades, con la fuerza necesaria para ahuyentarlas, girar si es necesario, cambiar de rumbo y volver a danzar.
La vida en el llano –como en tantos sitios- ha sido alterada por el correr del tiempo y sus nuevas tecnologías. Hay quienes prefieren alejarse lo más posible de esas transformaciones, otros eligen un equilibrio y están los que se adaptaron y forman parte del vendaval moderno. Cada cual opta por lo que le conviene, o no le queda otra que aceptarlo, o una combinación de ambas.
“Hay tres tipos de llaneros –explica Moncho-, hay un llanero de sabana, el que se levanta temprano a arrear el ganado, el que enlaza, el que doma caballo, el hombre duro, no se arrincona, no se siente débil ante un sol intenso o un aguacero o un rio desbordado o un caimán. Vive en ese mundo de retos, de contrariedades, pero emocionalmente es un ser equilibrado, que no siente rencor, vive en su mundo real pues. Para él su mundo es ese: su silla, su caballo, su familia”.
“Y hay otro llanero que es de campo, el campesino, de la orilla de los ríos, y él también es duro pero se mueve en el mundo del conuco, de la pesca, hay una armonía más con esa geografía que es el monte. Y hay un llanero de pueblo, que ha logrado incluir otros elementos de la civilización urbana, ya no es tan duro, ha humanizado un poco la vida. Ya ese llanero de pueblo ha recibido un beso cuando chiquito de la mamá o el papá, pero a ese de la sabana nadie lo besó por temor a que se debilite”.
Fuera del pueblo, en una finca o en un hato, uno puede girar el cuerpo 360 grados y ver el horizonte, sin que se atraviese una montaña, sin que aparezca un edificio. Sólo los animales o los árboles interfieren la panorámica, que parece llegar hasta el infinito.
“Uno no entiende esto hasta que lo vive –reconoce Reinaldo Iturriza- uno no entiende la noción de espacio que tienen los llaneros sino no ve la inmensidad, si uno no ve el horizonte”.
La vista llega hasta un punto no muy lejano del suelo colombiano. Las fronteras creadas por los Estados se desvanecen por acción de la naturaleza y la propuesta bolivariana de la Gran Colombia adquiere un completo sentido en estas latitudes. Pero la historia más reciente acentúa las barreras que separan a ambos pueblos.
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El capitán Hugo Chávez se hizo cargo del fuerte José María Carreño Blanco, más conocido como Escamoto, un 22 de agosto de 1985. Pronto comenzó a cambiar la desconfianza popular hacia el Ejército por el cariño de la gente.
“Cuando él llegó a este pueblo, el militar era visto como un elemento bien pesado, porque era el que atacaba a los campesinos, les quitaba la tierra para proteger a los terratenientes, se reunía era con los doctores, los de la alta esfera. Y Chávez volteó la tortilla. La población más pobre, más débil, los más humildes, esos eran los amigos de él. A ese era al que le bebía el café”, relata Moncho.
Tal punto alcanzó el aprecio hacia ese soldado que fue elegido por voto popular como presidente de la Fiesta de Elorza. “A mí me postularon –dice Moncho-, competí con Chávez. Yo decía adentro mío ‘será que ese militar me va a ganar’, y resulta que me ganó y me nombraron vicepresidente y trabajé con él”.
En tanto que la artesana Marleny Corrales recuerda que cuando el entonces capitán Hugo Chávez presidía la celebración, la fiesta era sencilla, todo era criollo y las casetas estaban forradas en guapa.
“Yo siempre lo admiré –plantea Corrales-. Antes de que fuera Presidente que decían que iba a ser candidato yo decía, ‘si se lanza a candidato, yo voy a votar por Chávez. Me parecía una persona muy sencilla, no tenía problemas de tratar con los demás. Hay personas que no te quieren tratar porque eres pobre. Él no discriminaba a nadie”.
En cada esquina de Elorza, hay una historia sobre aquel hombre que comenzó allí a delinear sus ideas, a comprender la diversidad de la pobreza: la vida del campesino, la condena histórica contra los indígenas, la soberbia de los terratenientes y el trato amable del pueblo.
“Jamás podré decir con palabras la emoción que vi palpitar en los ojos de esa gente humilde cuando decía ‘yo soy amigo del Capitán del Ejército'”, cuenta Moncho Ojeda, casi sin darse cuenta que esa misma emoción se refleja en su mirada con cada recuerdo.