El cuatro, nuestro instrumento nacional, es la vihuela árabe de cuatro órdenes que llegó a estas tierras con el invasor español. Aquí, su sonoridad experimentó una metamorfosis al vestirse con las maderas locales y sacrificó su cuerda más aguda en su afán de temperarse.
Inquieto como nadie, abandonó rápidamente el repertorio de sus orígenes y se dedicó a construir una identidad sonora para todos los géneros que fueron naciendo o reinventándose en las manos del pueblo, durante siglos se dejó llamar guitarra y a veces guitarra pequeña. Será a finales del XIX o principios de XX que se libere de ese mote colonial y asuma su independencia plena al bautizarse como “Cuatro”.
El fandango nació en el Caribe como expresión de los esclavizados africanos. Viajó a la península ibérica y, en manos del pueblo andaluz, con sus ocho siglos de cultura árabe, obtuvo nuevas etiquetas como malagueña, rondeña o sevillana. Con esta indumentaria vuelve a cruzar el charco y aquí, en Venezuela, es reasumido por el pueblo, con su imaginario musical africano e indígena.
Con las bandolas, hijas del laúd que el gran Ziryab llevara desde Irak hasta el califato de Córdoba a principios del siglo IX, las maracas arahuacas y el cuatro (más tarde, las arpas), empezó a extenderse con virulencia por todo este territorio, primeramente con el nombre de sus orígenes caribeños, fandango redondo, y, casi simultáneamente, con su denominación local, el joropo.
Extintos quedarían en nuestra memoria el timbre de la vihuela renacentista y los toques de pavanas, villanos, canarios, zarabandas y folías. Aún subsisten, en las tierras orientales, los polos, las jotas y malagueñas, afianzadas en la tradición gracias a esa identidad sonora del cuatro y la bandola. La tradición, hija de la reinvención y la persistencia.